JESUCRISTO A TRAVÉS DE SU CORAZÓN


JESUCRISTO A TRAVÉS DE SU CORAZÓN


Libro del Padre Reina 


PRESENTACION 

Al cumplir mis cincuenta años de vida religiosa en la Compañía de Jesús, he querido ofrecer a todos, pero en especial a mis amigos, dirigidos y bienhechores, estas breves páginas, en las que recojo las principales ideas sobre Jesucristo que en mi predicación he tenido ocasión de exponer.

 No es extraño que en estas líneas se haga alusión repetidas veces a los mismos pasajes del Evangelio, ya que como se ha dicho acertadamente, las páginas evangélicas son como hierbas olorosas que cuanto más se las frota, mayor aromo despiden de sí.

 Que la Santísima Virgen a cuyo Corazón quiero consagrar este sencillo trabajo, se digne bendecirlo para mayor gloria de Dios.

                                              

Hay que conocer a Jesucristo 

Tenemos necesidad de conocer a Jesucristo. El mismo lo dijo claramente en el Evangelio.

La vida verdadera, o sea el camino de la sal­vación, consiste en conocer a Dios Padre y a quien Dios envió al mundo, Jesucristo.

 Pero hoy que tanto se estudia, que tanto, se investiga, qué pocos relativamente se encuentran a quienes interese el conocimiento de Jesucristo.

 Y... sobre todo, qué pocos que sientan la divi­na impaciencia de penetrar en las riquezas inson­dables que El encierra.

 En la última noche de su vida mortal, en el Cenáculo, Jesús dijo aquellas palabras: “Tanto tiempo hace que estoy entre vosotros, y todavía no me habéis conocido”

 A cuántos cristianos que frecuentan los sacra­mentos, que rezan mucho, tal vez tendría Jesús que decirles algunas frases semejantes...

 Y sin embargo, qué felicidad encontrarían en ese conocimiento y en ese amor, tantos jóvenes, corazones sin rumbo en la vida. Cómo llenaría Jesucristo el vacío que sienten en el alma, por haber vendido su corazón a bajo precio...

 Para cuántos que ya ven declinar su vida, que experimentan ese vacío de efectos, preludio del frío del sepulcro, el conocimiento de que hay al­guien que les acoge y que se interesa por ellos Jesucristo, sería un rayo de luz y de esperanza; no se sentirían solos en la vida...

 Esos pobres y desgraciados, a los que nadie mira, correrían a Jesucristo para volcar en su Co­razón sus amarguras; encontrarían en El, la mano que cura sus heridas...

 Para que tú no seas uno de esos que no lo han conocido todavía, quisiera en estas breves páginas señalarte el camino, ponerte en órbita a fin de que puedas llegar a conocerlo más íntimamente; y pue­das comprender, como decía San Pablo, cuanta sea la longitud y la latitud, la sublimidad y lo profundo de esa caridad encerrada en el interior de Cristo.

 San Ignacio de Loyola, el que había de pedir tanto en su libro de Ejercicios «conocimiento inter­no de Cristo», encontró una vez una pobre mujer que al verlo le dijo: «Quiera Dios que se os apa­rezca Jesucristo». Ese es mi deseo, que a través de estas líneas aparezca ante tu alma JESUCRISTO.


El retrato de Jesucristo

 ¿Hay un retrato moral de Jesús? Sí, está en el Evangelio. Ese retrato es el que interesa, porque el re­trato físico, aunque también lo podemos vislum­brar en cierto modo a través de las páginas evangé­licas, no es el más importante. Al fin, las hermo­suras humanas son como dijo el poeta: «Flores de la tierra que la muerte troncha».

 El alma de Jesús se asoma a las líneas del Evangelio. Las parábolas son instantáneas de su alma ben­dita. El padre del hijo pródigo es claramente Jesús. Él mismo en muchas ocasiones, como en la parábola de la oveja perdida lo afirma: «Yo soy el Buen Pastor».

 Pero hace falta saber leer entre líneas el Evan­gelio, saber suplir lo que los Evangelistas no dicen, porque suponen que tenemos entendimiento para vislumbrarlo.

 Por eso, el estudio, la lectura reposada del Evangelio es un camino seguro para venir al cono­cimiento de Jesucristo; allí está su retrato.

 ¿Cómo suplir lo que el evangelista no dice? ¿Cómo contemplar la figura de Jesús, pero vivo, en ese escenario de Palestina?

 Hay que pedir luz al Eterno Padre, hay que postrarse humildemente ante Jesús y pedirle la limosna de su “conocimiento”; pero además hay que penetrar en la psicología de Jesucristo, estu­diar con cariño todo lo que se relaciona con El, sus gustos, sus reacciones, sus iniciativas, lo que a El le hace sufrir o gozar, aquello en que El se complace, y aquello que santamente le causa indig­nación.

 También, y por qué no, el ambiente en que se mueve su figura, los caminos donde señaló sus huellas benditas, el lago que fue su espejo, los montes que perfumó con sus largas oraciones du­rante las noches, el cielo de oriente cuya luna reflejó su luz en sus blancas vestiduras, la flora y la fauna de aquel país, de las que aparecen com­paraciones en sus discursos.

 Todo ayuda a su conocimiento, a ese adentrar­se en el mismo interior de Cristo. Pero sobre todo, el trato íntimo y sencillo con El. Jesucristo está con nosotros en la Eucaristía; allí hay que buscarlo. Del trato frecuente con una persona brota el conocimiento y después el amor...

 Por eso no basta estudiar el Evangelio, y el ambiente que rodeaba a Jesús; hay que tratarlo...

 Cuantos racionalistas han estudiado con pro­fundidad todo lo relativo al Cristo evangélico; pero qué lejos han estado del verdadero conocimiento de Él...

Sin embargo, muchas almas sencillas han lle­gado a conocer íntimamente a Cristo, y lo han amado porque lo trataron con humildad en el Sagrario.


La psicología de Jesucristo 

Todo hombre tiene su psicología particular. Es sumamente interesante descubrir esta psicología para entender en última instancia el por qué de sus acciones, de sus gustos, de sus ideales.

 El estudio de su psicología equivale al estudio de su alma. Es el retrato más íntimo de un ser, hay que valuar su vida a través de su psicología, porque así entenderemos todo el sentido que tiene.

 Y Jesús tiene su psicología propia. Es el Evan­gelio el que nos retrata su alma, y espigando en sus páginas veremos los rasgos de esa su psicolo­gía de Hijo de Dios y de Hombre verdadero: el Hijo de María.

 Las muchedumbres que le seguían por todas partes, olvidadas muchas veces aun de su sustento, pudieron apreciar los rasgos inconfundibles de la psicología de ese Hombre que hablaba como nin­gún otro hombre había hablado jamás.

 Algunos acudían a escucharle por curiosidad. Era un profeta que llevaba en vilo las gentes; ha­bía que oírla. ¿Qué dirá ese nuevo maestro de la ley, salido de la aldea pequeña de Nazaret, y que no ha podido estudiar?

 Otros, envidiosos, querían cogerle en algún error doctrinal para denunciarlo al Sanedrín. Pero había una gente sencilla que se sentía atraída por Él, que no se cansaba de verlo y de oírlo hablar; y esa gente es la que captaba como nadie la bendita psicología de Jesús; y después de haberle visto y escuchado, sentía que algo divino y humano al mismo tiempo había pasado junto a ellos, dejando un impacto imborrable en sus almas, y bien lo podían concretar en esta frase que recogerá San Lucas: “Ha pasado haciendo bien”; pero que sin duda traducían en su interior, por esta otra: “¡Qué buen corazón tiene...!”

 Esta es la psicología de Jesús, la del corazón. Por eso Juan, el Discípulo amado, quien como nadie ha tratado íntimamente al Maestro, hasta escuchar los latidos de su Corazón en aquella noche memorable del Cenáculo, dirá: «Dios es cari­dad», que en nuestro lenguaje, equivale a esta expresión: «Dios es todo corazón».

 A través de ese Corazón tenemos que conocer e interpretar la vida de Jesús. Ese Corazón nos da la clave para todo... 

No basta fijarnos solo en la inteligencia de Jesús, para explicarnos su modo de proceder y de amar. 

El Evangelio está esmaltado de su misericordia e iluminado por los fogonazos de su amor.

Corazón de Dios


Santo Tomás de Aquino dice: “Cristo es cari­dad”; esto equivale a decir también, que Jesucristo era todo Corazón. Pero este Corazón está unido sustancialmente al Verbo de Dios, y por tanto es corazón de Dios.

 Podemo con santo respeto penetrar en ese Co­razón, para estudiar su belleza infinita: Claro que de lo que es divino sólo podemos tener una idea analógica, vaga, imprecisa, aunque sí sabemos que es algo eterno, infinito, sin límites, que contiene eminentemente todo cuanto nuestra inteligencia pueda rastrear o nuestra fantasía imaginar...

 No obstante, la visión del mundo, de la natura­leza, nos ayudará mucho para conocer, al menos de lejos, la riqueza insondable de ese Corazón, sus bellezas infinitas...

 Si tendemos la vista por el mundo de la natu­raleza, nos encontramos con las maravillas que tanto ayudaban a las almas santas a vislumbrar las magnificencias de Dios.

 Los cielos estrellados, el mar, los ríos, las aves con sus trinos y sus plumajes, las fieras y monstruos de las selvas, las flores con el variado encanto de sus pétalos, corolas, aromas... ; pero sobre todo el corazón humano con sus ternuras de madre, o sus arrestos de héroe, todo nos habla de grandeza, de hermosura...Cuadros de belleza en las puestas de sol, en los reflejos de la luna sobre los mares...generosidad de las almas que se aman... primores y delicadezas... Todo dilata nuestro co­razón y lo levanta a una belleza muy superior; nos parece que esa naturaleza nos habla como habló a Juan de la Cruz, y nos dice como a él que: “Mil gracias derramando—pasó por estos sotos con presura y yéndolos mirando—con sola su figu­ra—vestidos los dejó con su hermosura”... 

Qué será ese Corazón de Jesucristo que emi­nentemente encierra todo lo bello, todo lo grande... ya que las hermosuras del mundo no son sino una leve aura imitadora de la belleza infinita del Verbo de Dios mirando al cual, Dios pintó cuanto nos admira en este mundo. 

Jesús el más hermoso entre los hijos de los hombres, ungido con la unción de la divinidad, que ama y perdona a lo Dios... 

Y hablaba no de lo que había aprendido en la tierra, sino de lo que le comunicaba su Padre; por eso los que le oían, tenían que decir: “Nunca un hombre ha hablado así”.


Corazón de hombre 

“Si Dios hubiera permanecido sólo Dios, no nos hubiera podido querer sino de una manera efectiva; pero Dios se dignó encarnar, y el Hombre Dios nos pudo amar de una manera afectiva”, nos dirá Tomás de Aquino. Se hizo capaz de tener para con nosotros sentimientos semejantes a los nuestros; es un corazón de carne lo que late en su pecho.

 Conocer que una persona nos ama por los efec­tos, por lo que hace por nuestro bien, es algo grande y quizá lo más principal en la línea del amor. Pero parece que nuestro corazón no se sa­tisface sólo con eso, queremos también esas otras manifestaciones que son como el perfume que envuelve aquella obra de amor.

 Jesús tenía Corazón de hombre, pero ¡Qué Corazón el suyo!... Delicadezas, ternuras, detalles sublimes de afecto encontramos en ese hombre, que si muestra su energía y la fuerza de su carácter cuando en los atrios del templo toma unos cor­deles, y el zig-zag del látigo en su mano despeja la Casa de su Padre de los traficantes que la pro­fanaban, sin embargo, ha llorado ante la tumba de un amigo y ha hecho exclamar a sus mismos adver­sarios: “Mira como le amaba”.

 Ha visto un leproso, y le ha dado un vuelco el corazón como nos dice literalmente el evange­lista. Su mano limpia ha tocado aquella lepra, “quiero que seas limpio” le ha dicho, lo ha curado de cerca...Ha visto una mujer llorando, la viuda de Naín, y de nuevo su corazón de hombre se conmueve...y ha devuelto el hijo vivo a esa madre que recobra en ese momento las alegrías perdidas de su hogar...Los niños se le acercan, esos niños que huyen de quien se muestra serio, severo; y Jesús los abraza y estrecha contra su Corazón... ¡Qué buen Corazón tiene! dirían las madres que lo veían...

 

Como se dilataba ese Corazón de hombre al recibir las cascadas de la gracia del espíritu de Dios y vibraba con la vida divina mejor que las arpas eólicas con las brisas de los bosques.


Corazón sensible


Que experimenta ese sentimiento de compa­sión, de ternura, cuando ve en el desierto las gentes que le han seguido durante tres días olvidadas del sustento material.

 Se ha compadecido, porque van a desmayarse en el camino si El no hace un milagro para darles alimento.

 Ternura con sus apóstoles, cuando en la maña­na abrileña en las orillas del mar de Tiberíades espera a esos hombres que no han pescado nada aquella noche, y les tiene preparado el desayuno; aquel pez sobre las brasas y aquellos panes de harina finísima.

 Corazón sensible como el nuestro, que sabe apreciar las delicadezas, los primores del amor; y que sufre con las ingratitudes, con las descortesías. Lo vemos en aquella página evangélica en el con­vite de Simón el leproso.

 Jesús pone en comparación las finuras, las de­licadezas, las atenciones de la pecadora de Magdala que lava sus pies con sus mismas lágrimas, que los besa, que rompe el pomo de alabastro y esparce el perfume generosamente, y...desata la seda rubia de sus cabellos para enjugar aquellos pies bendi­tos... ¡Cómo lo agradece Jesús! Pero cómo ha sentido la frialdad, la indiferencia del que no le sirve el agua para sus pies, ni le saluda con el ósculo de paz, ni le unge la cabeza con el óleo perfu­mado...

 Que aprecia el interés por verle de aquel pe­cador Zaqueo que ha corrido, y sin temor al ri­dículo, se ha subido en un árbol, porque le interesa ver al Maestro. Por eso Jesús fija en él sus ojos y se convida a comer en su casa; y...la paz entra en aquella morada del pecador usurero; porque aquel corazón se ha convertido de duro y metali­zado, en corazón generoso que dará la mitad de sus bienes a los pobres y devolverá cuatro veces lo que quitó al que haya sido víctima de su codicia.

 Que se detiene ante el clamor del ciego de Jericó...y su mano pura y santa se posa sobre aquellos ojos sin luz.

 Entonces el cieguecito, ¿hubiera preferido que­dar siempre ciego con tal de que aquella mano no se hubiera retirado de su frente... ? 


Corazón de Padre 

“El que me ve a mí, ve a mi Padre” dijo Jesús en su última noche, en aquella velada de adiós.

 Es igual a su Padre, y ese Hijo que rezuma su ser divino a través de su humanidad, muestra un corazón de Padre como nadie ha podido tenerlo...

 Jesucristo es “fuerza de Dios” como nos dirá el Apóstol, y esa fuerza es amor del Padre, es torrente infinito que se vuelca en las criaturas para atraerlas hacia Sí.

 Corazón de Padre que sabe esperar. Como esperó a la Samaritana junto al pozo de Sichar, y espera a tantos precisamente cuando van a beber en las cisternas rotas de los placeres del mundo.

 Que sabe perdonar. Como lo manifestó a todos los pecadores que se le acercaron.

 “Tus pecados te son perdonados” dijo al para­lítico y a la Magdalena...Y lo significó incluso a la adúltera en aquel “vete en paz”, con que la despidió...

 Corazón que sabe recibir desdenes. Como los recibió de aquel joven que le volvió las espaldas después que El le había mirado con amor e invi­tado a que le siguiera... Como los recibió de aquellos que le dejaron solo, cuando en su discurso sobre la necesidad de comer el pan de vida, se ale­jaron diciendo:” Duro es lo que hoy nos ha dicho”...

 Que sabe olvidar las injurias y procede según la lógica sublime del Corazón. Por eso, después que el hijo pródigo le ha abandonado, Él, el Padre bueno, sube todas las tardes al terrado de su casa a ver si algún día vuelve su hijo...Y una tarde entre las tintas rosadas del horizonte, ve una figura que se acerca, y su Corazón de Padre empieza a latir más deprisa..., baja de la terraza y cuando el hijo andrajoso se le arroja a los pies para pedirle que le tenga como uno de sus criados, ya aquellos brazos del que perdona le habían estrechado con­tra su Corazón...

 

¡Cómo vive aquí Jesús! aquello que diría Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no alcanza...” 


Corazón de Hijo de la Virgen

 

Todo hombre tiene parecido con sus progeni­tores. Jesús vino al mundo de una Madre Virgen; no tuvo padre de quien tomar parecido. Todo el parecido humano lo tuvo que recibir de María. De Ella su hermosura física, su fortaleza, sus mismos modales, su misma psicología... Dios había preparado a María dotándola de las cualidades más relevantes, de la hermosura física y moral más perfecta que se ha conocido, para que de Ella pudiese recibir Jesús su parecido. Por eso sin duda, cuando los Apóstoles reuni­dos en el Cénaculo después de la ascensión la contemplaban, les parecía ver en las miradas, en los gestos y ademanes de aquella Madre a quien Jesús había entregado su Iglesia, una como pro­longación del Maestro a quien habían perdido en la tierra para siempre... Jamás dos corazones han vibrado al unísono tan perfectamente, jamás dos almas han sintonizado como el corazón y el alma de Jesús y de María... La Virgen en sus palabras, en sus criterios, en su modo de apreciar los acontecimientos, rezu­maba lo que de Jesús tenía muy dentro...; por eso sin duda los Apóstoles creían estar oyendo a Jesús cuando la Virgen les hablaba y les animaba como Madre...

 

Jesús había recibido la educación de la Virgen, eso que todo hombre recibe de su madre, y que nadie sino ella se lo puede dar... Él era el Hijo del Eterno Padre, pero era también el Hijo de María, su Corazón se parecía tanto al de Ella... Con razón San Juan Eudes dirá: “Jesús, Cora­zón de María, ten piedad de nosotros”... María es pura transparencia de Cristo, por eso hablando de Ella dirá Dante: “Mira alma a la faz que a Cristo más se asemeja; su sola claridad te puede disponer a ver a Cristo”. Más que San Pablo, pudo decir María: “No soy yo quien vive, sino es Cristo el que vive en mí”...Entre María y Jesús se ha establecido un admirable intercambio, una especie de transfusión espiritual. Por eso, a medida que nuestra unión con María vaya progresando, Ella irá traspasando de su corazón al nuestro sus disposiciones para con Jesús, hasta llegar a darnos su propio corazón para amarle. La única ambición de esta Madre es dar a Jesús al mundo entero y a cada alma en particu­lar. Su amor para con Jesús será nuestro propio amor...La misión de María terminará cuando pue­da decir: “Hijos míos por quienes por segunda vez padezco dolores de parto hasta formar a Cristo en vosotros”. Será nuestro nacimiento para el cielo.


Corazón que conquista por amor

 

Conquistar por el corazón ha sido la táctica de Jesús.

 

De dos modos se puede conquistar, o por la fuerza o por la amabilidad y el amor...

 

En la historia nos encontramos con quienes han querido conquistar por la fuerza. Pero ese dominio del más fuerte, sólo se ha extendido a un trozo de mapa; en el interior de las almas no se penetra por la fuerza...

 

De momento, ante los cañones o las armas nucleares, el más débil ha tenido que ceder, pero eso no ha sido una verdadera conquista... El opri­mido ha levantado muy pronto la cabeza y ha mordido la mano del opresor...Las verdaderas con­quistas las hace el amor...

 

Jesús había de conquistar las almas, y sus con­quistas las hace por el corazón. Espigando en el Evangelio, vemos esas almas que se rinden ante la bondad de Aquel que pasa haciendo bien y sanando a todos.

 

Por el corazón conquistó los pecadores, atrajo las muchedumbres que le seguían imantadas por esa dulzura de un hombre que muestra un cora­zón como no lo ha tenido nadie...

 

Esta dulzura ablanda el corazón metalizado y duro. Calienta en llamas de caridad el corazón frío por el egoísmo de la pasión. Y eleva y revirginiza el alma que estaba en el fango del vicio más repug­nante... Por el amor conquistó aquellos doce hombres con los que también conquistó el mundo...Que lo dejaron todo por El, y un día sellaron con su san­gre su entrega al Maestro, cuyo nombre llevaron por toda la tierra...

 

Por el amor sigue conquistando Jesús tantas almas que lo dejan todo por El...Almas jóvenes a quienes sonríe el mundo, pero que han escuchado esa voz del Maestro que les ha dicho: “Ven y sígueme”...y han dado un adiós al mundo, a los seres queridos...

 

¡Y Jesús no engaña a nadie! Claramente ha dicho al que le quiere seguir: “Mira yo no tengo bienes de la tierra que darte, soy pobre, no tuve donde reclinar la cabeza; no tengo honra humana, ya lo sabes; dije que era rey, y me pusieron una corona de espinas; unos andrajos de púrpura fue mi manto real, y una caña vacía mi cetro”...Pero era tal el atractivo de ese Corazón, que el alma pasando por encima de todo lo que repugna a nuestra naturaleza, se abrazó con Jesucristo y le siguió hasta la locura santa de la Cruz. Es que Jesús conquista por el amor.


Corazón que hace felices

 

Se ha dicho que sin amor no hay felicidad. Que sin amor la vida no merece la pena de vivirla. Todo esto es verdad. Dios nos ha dado un corazón muy grande, con ansias casi infinitas. Y este corazón nuestro, necesita otro corazón con quien compartir la vida.

 

¿Pero se encuentra plenamente ese corazón en la tierra?

 

El hombre lo busca...y levanta un ídolo del barro, lo envuelve en las luces de su fantasía, y... llega a convencerse de que lo ha encontrado. Y por eso lo sube a su altar y quema ante él el incienso de su adoración...Pero, muy pronto cae en la cuen­ta de que está adorando un despreciable muñeco... y avergonzado lo tira por los suelos y lo pisotea... Pero como su corazón necesita amor, y algo grande qué enamorarse...busca otro ser y vuelve a elevarlo al altar de sus pensamientos y a rodearlo de todas sus fantasías...y así hasta el día del su­premo desengaño...cuando conozca tarde, muy tarde quizás, que esas ansias de amor, eran ansias de Dios...porque como nos dirá un desengañado del amor humano, San Agustín, para llenar esas ansias, Dios no ha encontrado nada más adecuado que a Sí mismo...Sin El, no le queda sino la capa­cidad casi infinita de sufrir...

 

 ¡Pero Dios está tan alto...! Ver la luz de su mirada en los astros del firmamento... ¡El sonido de su voz en el estruendo de la tempestad, o la púrpura de su manto en las puestas de sol...! Eso está muy lejos de nosotros que necesitamos palpar y ver.

 

Por eso Dios se hizo Hombre sin dejar las grandezas de Dios, y ese Corazón divino y humano es el que nos puede dar eso que el hombre nece­sita, eso que nadie le puede dar; un amor que llene completamente su corazón. Por eso han sido tan felices los que lo han conocido, los que han llegado a sentir los latidos de ese Corazón del Dios Hombre. Y como decía aquel preso en las checas de Rusia, pero que tenía consigo a Jesús-Hostia: “Yo lo amo, y Él me ama; los dos somos felices”.

 

Así se explica que aquella artista Eva La Valliere, la que en el apogeo de sus triunfos había pensado en el suicidio, al conocer a Cristo de cerca, no obstante su enfermedad y su ceguera, afirmara al que la visitaba: “Puede decir que ha hablado con la mujer más feliz del mundo”.


Corazón que irradia la paz

 

En la última cena, Jesús dijo: “Mi paz os doy...” Tenía paz para Sí y para repartir a los demás... Y esto, en la noche en que iba a ser entregado...

 

Tenía paz. Su corazón sensible como el nues­tro, no estaba alterado. Sufría ante el negro pano­rama que aparecía ante sus ojos. Penetraba como nadie en el mar amarguísimo de los dolores que le esperaban.

 

Todo lo veía porque era Dios, pero rezumaba esa paz que ofrecía a sus discípulos. Y no era esa falsa paz que da el mundo. El lo dijo: “Yo os la doy, no como la da el mundo...”

 

No era una paz estoica, no era el cruzarse de brazos ante el problema que contemplaba. Era otra paz, la de su Corazón. La paz que se funda en la unión con la Voluntad divina, la paz de esa entrega en los brazos de su Eterno Padre; entrega que cul­minará en el Gólgota momentos antes de expirar, cuando diga: “Todo se ha cumplido”.

 

Paz del Corazón de Jesús, cuando ante Anás le crucen el rostro con una tremenda bofetada. Por eso podrá responder sin perder la serenidad: “Si he hablado mal, muestra en qué; pero si bien, por qué me hieres”.

 

Paz ante las interrogaciones de Pilatos, aunque sabía que de sus respuestas podía depender su libertad o su condenación.

 

Paz cuando contempló la cruz, que dibujaba su negro perfil ante sus ojos; y cuando se vio pospuesto a un criminal...!

 

Paz cuando muere... Jesús tuvo que quedar con un semblante de paz y serenidad majestuoso. Él era el que venía a dar la paz al mundo, y como había dicho Isaías: “Era la misma paz...”

 

Esta es la paz que gozan los que se unen a los sentimientos de ese Corazón, los que no se buscan a sí mismos, sino que se entregan a buscar la gloria de El, el reino de Cristo.

 

Y... esa paz en medio de las tribulaciones y las dificultades... porque se afirma en Jesucristo, que no está sometido a los vaivenes del mundo y a las alternativas del corazón humano. Y como el de Jesús, esos corazones también irradian la paz. 


Corazón que pide confianza

 

Jesús dijo un día: “Venid a mí todos”... Esta palabra salida de lo más íntimo del Corazón de Jesucristo, es una invitación a la confianza.

 

“No he venido a buscar a los justos, sino a los pecadores”, “no son los sanos los que necesitan de médico, sino los enfermos”, dijo también en otras ocasiones. A través de todas estas expresio­nes, Jesús nos está diciendo que vayan a EL TODOS, es decir no sólo los buenos, los justos, sino también los pecadores por miserables que sean.

 

Jesús no rechaza a nadie. Pero se duele de la desconfianza. En la tempestad de Tiberíades, cuan­do dormía en la barca de Pedro mientras los dis­cípulos luchaban con las olas y el viento, le dolió que sus apóstoles le despertaran faltos de con­fianza...

 

Aquel, “¡sálvanos que perecemos!” está domi­nado por la desconfianza. Por eso las palabras de Jesús: “Hombres de poca fe ¿por qué habéis du­dado? se podrían traducir así: ¿es posible que os hayáis creído que yo os iba a dejar que naufra­gaseis?” Jesús dormía, pero su Corazón estaba en vela... Llevándolo a bordo se creyeron perdidos... Eso es lo que le dolió a Jesús.

 

Teresita del Niño Jesús decía: «Yo no hubiera despertado a Jesús...»

 

Cuando Pedro aquella otra noche, en el mismo lago, vio venir a Jesús andando por las aguas, le pidió que le mandara ir a El. Aquella audacia de Pedro estaba fundada en el amor que tenía al Maestro. Pero hubo un momento en que Pedro desconfió. Al ver venir hacia sí a aquellas olas crestadas de espuma, retiró la vista de Jesús, tuvo miedo del mar, pensó que podía hundirse, y al momento Jesús tuvo que buscar entre las olas la mano de Pedro que le pedía auxilio; le había faltado la confianza y Jesús tiene que reprenderle también...

 

“Todo es posible al que cree”. Dijo el Maestro a uno que le pedía un milagro. Aquel pobrecito confesó humildemente: “Creo Señor, pero aumenta mi fe”. Eso tenemos que decir tantas veces a Jesús ante el Sagrario. Creemos, pero también a veces desconfiamos. Si fuéramos almas de gran con­fianza, todo lo alcanzaríamos.

 

Teresita del Niño Jesús decía: “De Jesús se obtiene todo lo que se espera”.

 

Es un Dios-Hombre con un corazón abierto. ¿Podemos desconfiar de quien nos entrega el co­razón? Aunque yo pierda la gracia pecando, decía aquel siervo fiel y amigo verdadero del Corazón de Jesús, el Padre La Colombiére, no perderé la confianza, pues yo sé que confiando, recuperaré la gracia y me salvaré. Por eso, también Santa Teresita decía: “Con la misma confianza me arro­jaría en el Corazón de Jesús siendo pura e inocente, que si estuviera cargada de pecados mortales”...

Esto es lo que agrada a Jesús, una confianza aun en medio de nuestras caídas. Un perdernos en ese mar de misericordia y amor... 


Corazón que santifica por amor

 

El amor es lo que cuenta ante Jesús. Él es amor, y no pide otra cosa, sino amor.

 

Cuando Pedro ha prevaricado, cuando por tres veces lanza aquel grito apóstata: “No conozco a ese hombre”, parece que queda apartado definiti­vamente del Maestro. Pero no es así; al fin y al cabo, Pedro amaba a Jesús...aquello había sido un momento de ofuscación. Por eso sale Pedro y se asoma al atrio a ver cómo va la causa de Jesús, no le abandona del todo, lo quería demasiado para eso...Y cuando cruza sus ojos con los de Jesús, Pedro lo comprende todo, llora y empieza a amarlo más que antes...

 

En las orillas del mar de Tiberiades, el Maes­tro está reunido con los once discípulos después de aquella pesca milagrosa. Allí está Pedro. Parece que Jesús antes de confirmarlo en el Primado de la Iglesia, le tenía que exigir alguna retractación de lo que había hecho; parece que debía decirle Jesús a Pedro: ¿Cuento contigo ya de veras? ¿Serás fiel siempre? No es esa la palabra de Jesús a Pedro, es otra. Lo que cuenta ante Jesús es el amor. Por eso le dice, y por tres veces, como tres veces le había negado Pedro. “¿Simón hijo de Juan me amas más que éstos?...” Ya sabe Jesús que Pedro le ama, pero quiere oírlo de sus labios, quiere que lo diga delante de todos... “Señor Tú sabes todas las cosas, Tú sabes que te amo...” El amor es lo que regenera, lo que hizo de la peca­dora de Magdala una flor de pureza revirginizada. “A esta mujer se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho”... dijo Jesús.

 

Y cuando se trata de un alma pura, de un alma que no ha prevaricado como fue la de Juan Evan­gelista, el amor es el que hace de ese discípulo, el predilecto, el que se reclinará sobre el pecho del Salvador; y todo esto, porque Juan desde que lo conoció, abrió su corazón al amor de Jesús. Por eso la primera frase de Juan al Maestro será ésta: “Rabbi ¿ubi habitas?” Es el amor el que hace a Juan no apartarse ya de Jesús; lo seguirá hasta que lo vea ocultarse, Sol-Divino, entre la sangre del Gólgota. El amor es fuerte hasta la muerte, es el que lleva a las almas al heroísmo; y por eso, habrá legiones de almas que lo dejarán todo, pero ¿por qué?...Es que han sentido el amor de Jesús que las llama, y en la vela de aquella embarcación donde el misionero marcha dejándolo todo por las almas, se podrá escribir: “Es el amor de Jesucristo el que me lleva”...

 

Su Corazón santifica por el amor... El amor, repito, es lo que cuenta, ante aquel Jesús que es “TODO AMOR”. 


Corazón abierto para la intimidad

 

Jesús fue orador popular. Recorrió la Palestina arrastrando tras de sí a las muchedumbres, ansiosas de escuchar su palabra.

 

Las gentes que le oían comentaban sus impre­siones y decían: “No ha habido un hombre que hable así”.

 

Entonces no existían los medios de comunica­ción que hay hoy, pero no obstante nadie ha reunido tantos oyentes, nadie ha movido las masas como Jesucristo. Es que habla no de lo que le podían enseñar otros hombres, sino de lo que aprendió en el seno de su Padre Celestial.

 

Pero Jesús era también un corazón abierto a la intimidad. ¡Cuantas almas encontraron en ese Corazón de Jesús al amigo verdadero, a quien únicamente se pueden confiar los secretos más profundos; los dolores más íntimos, los problemas que más preocupan y hacen sufrir...!

 

Aunque el Evangelio presente más bien a Jesús hablando a las muchedumbres; pero cuantas veces con sus discípulos tendría íntimas confidencias... cuantos de ellos le contarían sus problemas, cuan­tos volcarían en su corazón de Padre sus penas, sus ansiedades...

 

Una noche, en una terraza de Jerusalén, bajo aquel cielo azul oscuro de Palestina, Jesús está hablando con un hombre que ha buscado aquella hora para tratar íntimamente a solas con el Maes­tro los problemas que tanto le preocupaban. Era Nicodemus que temía a los fariseos, pero que creía era enviado de Dios...Como habla el Maestro, como le soluciona sus problemas, como se debió retirar Nicodemus con el corazón lleno de paz después de aquella conversación íntima.

 

Cuántas veces trataría así, a solas con Jesús, Pedro, el primero que lo confesó como Hijo de Dios Vivo, o Juan Evangelista el discípulo de amor fino, íntimo, que conoció y penetró como ninguno la Divinidad de Jesús.

 

Era Betania el lugar preferido de Jesús, para sus confidencias con María, mientras Marta servía afanosamente y preparaba la comida. Como habla­ría en intimidad con Lázaro, a quien llama su amigo, antes de dar este título a sus discípulos...

 

Cuántas otras almas afligidas le pedirían au­diencia de amor, cuando se sentían oprimidas por alguna de esas penas hondas que sólo se vuelcan en un corazón que sabe comprender, como com­prendía Jesús...

 

Y, así sigue entre nosotros en el Sagrario, abierto a la intimidad, pero sangrando su Corazón porque hay tan pocos, relativamente, que vayan a El para tratarle de cerca.

 

Se vive en la superficie, y no se estima la intimidad con el único que puede resolver los pro­blemas del alma. 


Corazón remanso en el camino

 

Jesús que consuela en la intimidad, tuvo que ser para muchas almas un remanso en el camino de la vida.

 

El Evangelio nos cuenta algunos encuentros de Jesús con seres que sufrían. Pero hay que leer entre líneas, y comprender que estos encuentros se repetirían muchas veces.

 

Aquel día, después de la resurrección, cuando dos de sus discípulos iban a Emaús, Jesús se hace encontradizo con ellos.

 

“¿Qué vais hablando?” les pregunta el Maestro. «Parece que estáis tristes»...

 

Qué remanso para aquellas almas encontrar quien se interese por ellas, por sus penas...Pero sobre todo, qué remanso para aquellos corazones que arderán al fuego de las palabras de Jesús... Qué transformación la que se va obrando en ellos, los que salieron desalentados y tristes del Cenáculo, porque no habían entendido que mediante el fra­caso de la Cruz tenía que ser redimido Israel.

 

Qué remanso aquel camino en compañía del Maestro, qué paz la que va invadiendo sus almas...

 

“Quédate con nosotros”, le dicen. Quieren se­guir gozando de aquello que les da Jesús...y que sólo El pude darlo, porque solo El penetra lo íntimo del corazón.

 

Qué remanso aquella cena en la que Jesús parte el pan y se da a conocer...

 

Pero ese Jesús sigue brindándonos la paz, invi­tándonos a gozar de un remanso en medio de esta vida tan agitada, en medio de este vértigo moderno. Está en el Sagrario, El habla al alma, El reprende dulcemente, El ofrece al cansado del largo caminar por la vida, el descanso de su Corazón. El se da a conocer en el partir del pan de la Eucaristía...

 

Cuánta falta le hace al hombre de negocios, al joven de ilusiones, al rendido en brega constante, encontrar el corazón que sea para él, remanso de paz...

 

No se encuentra en las criaturas, que no sinto­nizan con nuestra alma...Tiene que ser Aquel de quien dijo Job: “Sé que todo lo puedes, y que ningún pensamiento se te esconde...”

 

El Corazón de Jesús es el verdadero remanso en el camino... 


Corazón que irradia luz sobre el Evangelio

 

El secreto de la vida de Jesús queda esclarecido cuando sobre su pecho aparece el Corazón.

 

La Redención se obró más que por lo que Jesús hizo, por lo que Jesús era... Una sola súplica de Jesucristo a su Padre hubiera bastado para saldar la deuda que teníamos contraída por el pecado.

 

Entonces nos preguntamos: ¿Por qué tantos sufrimientos, tantas humillaciones, tanto dolor?

 

Ha muerto Jesús y nos decimos al verle pen­diente del madero de la Cruz ¿Por qué ha muerto?

 

Viene Longinos con la lanza y nos descubre el misterio: EL CORAZON.

 

Ahora ese Corazón proyecta su luz sobre todo el Evangelio y entendemos el porqué de toda su vida. ¡Tenía tanto Corazón!

 

Entendemos a Jesús; el porqué de su pobreza, de sus caminos por la ingrata Palestina buscando las almas; el porqué de su perdón en la Cruz a sus enemigos...

 

Entendemos cómo Jesús no podía ver una des­gracia, sin extender su mano benéfica para reme­diarla.

 

Entendemos por qué recibía a los pecadores, no tiene asco de las lacras humanas, abre sus brazos a todos; porque tenía ¡Tanto Corazón!

 

Entendemos por qué Jesús, aquel Hombre que sabe enfrentarse con los elementos y calmar con el ímpetu de su palabra las tempestades del Tibe­riades, que ante los fariseos lanza aquellas palabras y argumentos con los que deja confundidos a aquellos Maestros de la Ley, y al ver el Templo de su Padre profanado, arroja con un gesto que nos pudiera parecer violentos, a todos los traficantes, sin que nadie se le pueda oponer; cuando ve a un pecador humillado o a los niños inocentes, abre sus brazos porque tiene abierto el Corazón...

 

La psicología de Jesucristo es la del corazón; y por eso cuando en aquel momento sublime de la historia de la humanidad, el pecho de Jesús es herido por la lanza del soldado y queda abierto el Corazón, podemos penetrar en aquellas riquezas insondables y comprender con luz meridiana el Evangelio; el retrato auténtico de Jesucristo. 


Corazón que vive entre nosotros

 

Jesús murió en la Cruz. Su Corazón se para­lizó... Pero muy pronto, al levantarse El del se­pulcro, ese corazón volvió a latir... Y sigue amán­donos en el cielo, y también en la tierra muy cerca de nosotros.

 

La Eucaristía es una prolongación de la encar­nación y de la vida humana de Jesucristo.

 

Como nos dice el Tridentino, en la Eucaristía está: “Todo e íntegro Cristo”; ahí lo podemos ver con los ojos de la fe, vivo como estuvo en Pales­tina...

 

El mismo que enardecía las muchedumbres, el que conserva las cicatrices de los clavos en sus manos y en sus pies, y la llaga abierta de su cos­tado...

 

Ahí está con ese su cuerpo, el más hermoso entre los hijos de los hombres, con esa alma de sentimientos tan dulces y delicados, alma de Cristo que contemplaba la naturaleza y vibraba con ella... Manos de Cristo que tocaron a los enfermos, que multiplicaron el pan... Su Corazón está ahí, el mismo que se contrajo de espanto y se dilató de alegría, que lloró ante la vista de Jerusalén en aquella tarde cuando dijo: “¡Cuántas veces he querido cobijarte bajo las alas de mi espíritu, pero tú no has querido... !” Corazón que se conmovió ante los enfermos y lloró ante la tumba del amigo Lázaro...

 

Ese corazón está ahí, y siente las dulces emo­ciones de un Padre que se ve rodeado de sus hijos, y la amarga soledad del abandono de los que no tienen para Él sino un gesto de indiferencia... Ese Corazón nos espera como esperó al hijo pródigo... como ha esperado a tantos, y te espera a ti cuando estás alejado de El... Aunque parece dormido, está despierto, porque el amor que siente por nosotros le hace estar en vela, vivo por siempre como lo dijo: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”... 


Corazón roto por nosotros

 

Así tuvo que ser, para que de su costado saliese sangre y agua, como afirma el Evangelista...

 

No es el frasco de alabastro de la Magdalena que se rompe para esparcir generosamente el per­fume de nardo... Es el Corazón de un Dios roto de dolor y de amor por los hombres...

 

¡Jesús nos había dado todo! Su palabra, su perdón, su ejemplo, su cuerpo en la Eucaristía, y ahora su vida hilo a hilo... Hasta su Madre, ese tesoro que el hombre a nadie entrega... Ya está muerto, sus labios habían dicho aquella palabra: “Todo está cumplido”, como si dijera: no puedo hacer más...

 

Pero el amor es insaciable, quiere darnos las últimas gotas de sangre que le quedaban; su cora­zón roto también para nosotros.

 

No entendió Judas la prodigalidad santa de Magdalena... ¿Para qué este derroche de perfu­me?, bastaban unas gotas... El amor no usa de cuenta-gotas, y aquella pecadora que amó mucho, rompió el frasco... todo para Jesús.

 

Tampoco entienden muchos este gesto de Jesús, del Dios-Hombre que rompe su Corazón; es que quiere entregarlo todo...

 

Y al mismo tiempo, se rasgaba el velo del Templo que ocultaba el Sancta Sanctorum; ya todo está patente, está abierto para nosotros... Ya por su Corazón herido podemos llegar a lo más íntimo de su divinidad, como nos dirá San Alberto Magno: “Per vicera humanitatis, ad intima divi­nitatis”, es decir: por el Corazón de Jesucristo, a lo más recóndito de Dios.

 

Si al decir en el Evangelio aquella frase: “venid a Mí todos”, debió sin duda abrir sus brazos, ahora con los brazos clavados a la cruz, abiertos al amor, y con su corazón roto, nos dice de nuevo: “Venid todos a Mí... que mi Corazón está abierto para que penetréis en él...”  


Corazón generoso a lo Dios

 

Así, a lo Dios. No según el módulo de nuestro pobre corazón de tierra.

 

Los que acudían a Él, pedían a lo humano; pero Jesús da a lo divino, a lo Dios...

 

El pródigo sólo le pide trabajo entre los jor­naleros de su casa; pero Jesús, ese Padre del pró­digo, le abraza como a hijo y celebra con un festín su vuelta...

 

El buen ladrón en la cruz sólo le pide un re­cuerdo cuando vaya a su reino; pero Jesús le pro­mete el Paraíso, para ese mismo día.

 

Nada le pide la Magdalena; pero Jesús no sólo le perdona sus pecados, sino que nos la presenta como modelo de amor...

 

¿Qué habían dejado los Apóstoles por Cristo? Una pobre barca... unas redes remendadas...

 

Pero Jesús les dice que por eso, se sentarán en doce tronos para juzgar las tribus de Israel.

 

Y al que deje padre o madre o esposa... o tie­rras...; el cien doblado en esta vida, y luego la vida eterna...

 

“Es más hermoso el dar que el recibir”... -ha dicho-, estas palabras son el eco de un generoso corazón...

 

Advierte Jesús -como hemos visto- que Zaqueo ha corrido para conocerle y se ha subido a un árbol sin miedo al ridículo; y Jesús se convida a comer en su casa, para llevar la salvación a ese corazón metalizado...

 

“Dame de beber”, le ha dicho a la Samaritana; y en pago le promete un manantial que mana agua de vida eterna.

 

¡Si conociéramos este don de Dios! ¡Si penetrá­semos en lo que San Pablo llama “riquezas inves­tigables de Cristo!”.

 

Queremos pedir a Jesús, y como al mendigo de Tagore, Él se nos adelanta y nos dice: “¿Y tú qué me das?” Es que quiere que le demos, para poder darnos a lo Dios!

 

Santo Tomás por aquel gesto valiente de amor a Cristo que había tenido cuando dijo: “vayamos y si es necesario, muramos con El”, ahora podrá introducir su mano en el Costado del Salvador, no obstante su incredulidad... La mano que más cerca ha estado del Corazón de Cristo, la de Santo Tomás.  


Corazón de Buen Pastor

 

«Yo soy el Buen Pastor», dijo, Jesús...

 

Bellísima parábola, instantánea de su mismo Corazón... El Buen Pastor ha salido al campo con sus ovejas, ha cuidado de ellas, se ha fatigado para llevarlas a los fecundos pastos, a las fuentes de agua limpia...

 

Pero aquella tarde cruda de invierno, regresa a su cabaña para encerrar en el aprisco su rebaño de cien ovejas, y advierte que le falta una...

 

El aire frío cruzaba como un látigo el rostro del pastor. Está cansado de la jornada del día...

 

Su cabaña caliente le brinda el reposo... el alimento... Pero el buen pastor no puede reposar... ¿Dónde estará su ovejita? La que él reconoce por su nombre.

 

La tarde ha caído ya... fuera de su cabaña, el frío, las negruras de la noche... a lo lejos los aulli­dos del lobo... Pero el buen pastor no puede re­posar...

 

Y emprende el camino en busca de la oveja extraviada... Sus pies se hieren con las zarzas del camino, pero el buen pastor se siente feliz porque a la mañana siguiente alumbró la luz del sol la ovejita perdida sobre sus hombros, muy cerca de su corazón.

 

Este es el Corazón de Jesucristo a través del Evangelio… Así buscó El las almas…

 

Oveja perdida es Pedro, en aquella noche fatal de cobardías y negaciones; pero Jesús es el Buen Pastor… En el atrio del Pontífice busca con su mirada a aquel discípulo que le ha traicionado… Las manos de Jesús están atadas; no puede extenderlas hacia Pedro para levantarlo como hiciera en las olas de Tiberíades…; por eso concentra Jesús todo su Corazón en una de sus miradas. Los ojos de Cristo se cruzan con los ojos de Pedro, y le dice tanto ese Buen Pastor a su oveja, que de los ojos de Pedro brota una fuente de lágrimas de contrición y de amor… En medio de sus dolores, en esa noche Jesús tuvo que sentirse feliz, porque había encontrado la oveja perdida, que ya no apartará de Él jamás…! 


Corazón luz en las tinieblas

 

Juan XXIII había dicho con frase certera, que el mundo actual necesitaba la luz del Corazón de Jesús para que lo iluminara, lo serenara y lo enar­deciera...

 

El mundo pagano tenía ansias de la verdad, de esa luz de la inteligencia. Las Academias y el Peri­pato lo muestran claramente... Pero Platón en un momento de sinceridad había dicho: “La verdad nos tiene que venir de arriba”.

 

El pueblo judío buscaba con ansias al que se presentaba como Maestro de verdad... Los Pro­fetas habían vaticinado que a la venida del Mesías el pueblo que estaba en tinieblas vería una luz muy grande.

 

Jesús, el que encendió en el cielo la estrella que iluminó el corazón de los Magos, una tarde, en el Templo de Jerusalén colocándose tal vez delante de aquel candelabro de oro que irradiaba sus siete luces, dijo: “Yo , soy la luz del mundo”. Más tarde, esa luz brotará de su mismo Corazón, y El dirá: “Mira este Corazón...”

 

En la noche de la Vigilia Pascual, cuando las luces del templo están apagadas, aparece el sacer­dote con el cirio encendido, figura de Cristo, y por tres veces dice en alta voz: “LUZ DE CRISTO”.

 

Sí, luz de Cristo, luz de su Corazón nos hace falta para que nos haga amar lo que El amó, esto es, a todos los hombres, porque son algo de Dios, hijos suyos, hermanos de un mismo Padre... Y nos haga odiar lo que El odió, esto es, el mundo, por el cual dijo que no oraba... el mundo de la concu­piscencia...

 

En vano los hombres querrán con sus inventos  iluminar el mundo. La ciencia humana no puede resolver los problemas del alma. Necesitamos la luz de Cristo que nos de esa paz que sólo El puede dar, la luz de su Corazón que nos dé ese calor, para que sepamos ser fuego de Cristo...

 

En medio de este confusionismo moderno, solo la luz de su Corazón puede darnos ese criterio so­brenatural para juzgar el mundo que nos rodea, para saber interpretar todo a lo Cristo, con esa caridad que en El tiene su raíz y su cimiento... 


Corazón que serena las almas

 

El mundo está agitado, parece que vivimos en una era de inestabilidad... ¿Qué sucederá mañana?

 

Parece que no nos podemos fiar de nadie ¿A dónde vamos?...

 

La humanidad corre veloz; pero sin dirección y sin frenos...

 

En medio de esta agitación y desconfianza, resuena la voz de Jesús que nos dice como a sus discípulos: “Tened confianza”.

 

No podemos nada, somos débiles ante lo que se presenta a nuestra vista, pero sabemos que ese Jesús tiene un corazón como no lo ha podido tener nadie... y sabemos que al entregarnos a Él, damos un salto en el vacío, pero para encontrarnos con sus brazos.

 

El paracaidista se lanza al aire, y no sabe dónde caerá; por eso, siempre tiene miedo... Nosotros sabemos que confiando en Jesús, Él nos abre su Corazón, y esa luz serena el alma, porque Él ha dicho: “En el mundo padeceréis aprietos, pero tened confianza. Yo he vencido al mundo”.

 

Viviremos la omnipotencia del débil... El niño pequeño tiene poca estatura, no puede por sí mis­mo alcanzar el objeto elevado, pero su padre lo coge en brazos; no tiene fuerzas para defenderse, pero tiene las de su padre que lo defiende, y por eso se siente seguro... Así el alma que se entrega de veras a la providencia y al amor de ese Corazón con el que cuenta siempre: porque es el Corazón de su Padre.

 

Este Corazón no abandona nunca, ni en la vida, ni menos a la hora de la muerte... Por eso se ha dicho: “Qué alegría morir después de haber amado mucho y haber confiado en el Corazón de Aquel que nos ha de juzgar”. 


Corazón que enardece

 

Jesús había dicho: “Yo he venido a traer fuego a la tierra, y qué quiero sino que ese fuego prenda...”

 

El mundo físico, como han dicho los astróno­mos, se está enfriando; qué diremos del mundo moral...!

 

Se está apagando el AMOR... ¿por qué? ¿No será porque el mundo se está apartando del Evan­gelio de Cristo...!

 

El ateismo y su consecuencia, el materialismo, lo están invadiendo todo. No se vive esa caridad cristiana, única que nos puede enardecer, porque no se vive en la fe de Jesucristo que nos amó y se entregó por nosotros, como dice San Pablo.

 

Por eso tenemos que mirar a Aquel a quien traspasaron con la lanza en el Calvario, y que un día en mitad del siglo XVII abrió su pecho y dijo: “Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres”. Ese fuego de Cristo, de su Corazón, es el único que puede recalentar este mundo frío y senescente como el mismo Jesús en Paray le dijo a un alma santa.

 

León XIII, aquel astro de primera magnitud en la historia del Papado, dijo: Que por medio de este amor del Corazón de Cristo, es como se pueden esperar maravillas semejantes a las de Pente­costés, luz para las inteligencias y fuego para los corazones.

 

Hay quienes se cansan en la vida espiritual... Por eso vuelven las espaldas a Cristo, a su Cruz... Y ante el Jesús del Pretorio, lanzan aquel grito del pueblo deicida: “No queremos que éste reine sobre nosotros”. Es que para seguir al Cristo humillado, austero, herido, hecho el oprobio del mundo, hace falta amor y mucho amor...

 

Por eso las almas que aman de veras a Cristo, las que han penetrado en las riquezas de su Cora­zón, son las que no se cansan y dicen: “Nos con­viene que Él reine sobre nosotros”... Están enar­decidas... “La caridad de Cristo nos impele”...como dirá también San Pablo. 


Corazón amable y sencillo

 

El pueblo judío en general no esperaba un Me­sías sencillo ni humilde. Ellos esperaban un Mesías triunfador a lo humano, cuyo carro de gloria roda­ría por los campos de Sión aplastando a sus enemi­gos. Había de levantar arcos de triunfo acariciados con auras de libertad.

 

Pero Jesús aparece sencillo, en la pobreza de un niño que viene al mundo entre las pajas de un pesebre. No se presentará en el ágora de Atenas, ni en el foro romano. No hará resonar su voz ante los filósofos griegos, ni ante los cónsules o preto­res de la ciudad de los Césares... Escoge unos pobres pescadores; con ellos tiene sus íntimas conversaciones sobre el Reino que Él viene a implantar en la tierra; atiende principalmente a los humildes; a nadie desprecia por muy pecador que sea...; y cuando los niños vengan a juguetear en torno a Él, impedirá que sus discípulos los retiren, y excla­mará: “Dejad que los niños se acerquen a mí”. No se desdeñará de sentarlos sobre sus rodillas y estrecharlos contra su corazón.

 

Cuando entre en Jerusalén el día de su triunfo, aparecerá manso y humilde sentado sobre un ju­mento.

 

Todos tienen confianza para acercarse a Él...; aun los pecadores más repugnantes se postrarán a sus pies, porque saben que no rechaza a nadie... Jesús tiene un Corazón que sintoniza con todos en su encantadora sencillez...

 

Él mismo había hecho su retrato cuando dijo: «Aprended de Mi que tengo un corazón amable y sencillo»!...

 

¡Cómo vemos aquí el interior de Jesús a través de su mismo corazón...! 


Corazón lleno de amor a todos

 

Cuando el sol se va a ocultar, parece que al despedirse de nosotros, quiere dejarnos la grata impresión de su puesta, nubes rosadas, oro y púr­pura... Así entrevemos su luz más hermosa que nunca...

 

Cuando Jesús en el Cenáculo se despide de sus discípulos, irradia de su corazón una luz nueva, una llama de caridad, lo más hermoso de su amor, que quiere expandirlo a todos los hombres, sus hijos...

 

El corazón aflora a sus labios divinos, y dice: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”. Este es su mandamiento. Esto es lo que pide su corazón...

 

El ha pasado como una llama de amor. Ha pasado haciendo bien y sanando a todos. A los en­fermos del cuerpo y sobre todo, a los enfermos del alma; y quiere que nosotros tengamos en nuestra vida, en nuestro modo de actuar con los demás, ese sello de “caridad”.

 

Pero esa caridad cristiana, debe tener en Cristo su raíz. Hemos de amar a nuestros hermanos por­que son hijos de Dios, algo suyo, algo que El amó... Tenemos que ver a Cristo bajo esos acci­dentes de harapos, de ingratitudes, de enfermedades repugnantes, incluso de pecados y vicios, como vemos con los ojos de la fe a Cristo a través de los accidentes eucarísticos... Así nos ve a nos­otros Jesús, no obstante nuestras miserias, nos ve como algo de su Eterno Padre...

 

Por eso en el Gólgota, al extender sus brazos en la Cruz para consumar su sacrificio, abarca toda la humanidad y de sus labios sale aquella expresión que no puede dictar la fría inteligencia; es el úl­timo fogonazo de su Corazón: «Padre perdónalos porque no saben lo que hacen». Es que como Sumo y Eterno Sacerdote, ha visto la imagen de su Eterno Padre a través de nuestros crímenes y miserias... Este es el ejemplo supremo de la verdadera CA­RIDAD. 


Corazón que pide corredención

 

Jesús en la Cruz ha inclinado su cabeza como una flor que se marchita. Sus labios secos parece que están diciendo: yo duermo, pero mi Corazón vela. No ha muerto su amor...

 

María estaba al pie de la Cruz, tuvo que ser la primera que vio ese corazón abatido por la lanza del soldado, la primera que lo adoro con amor corredentor...

 

Ella estaba asociada a la Obra de Jesús, la re­dención del mundo. Había vivido con ese Hijo en una intimidad, como no la han podido tener dos corazones en el mundo. Había participado de sus alegrías y de sus amarguras. Días felices en Na­zaret. Horas de triunfo de Jesús que se presenta al mundo... A los oídos de María habían llegado las bendiciones de las muchedumbres alimentadas milagrosamente en el desierto; las bendiciones de las madres que habían estrechado a sus hijos vuel­tos por El a la vida; de los ciegos, de los leprosos... Pero también había sentido como nadie, las ingra­titudes, las envidias, las falsas acusaciones; y ahora toda la tragedia final... Ella está asociada como ninguna otra criatura al dolor de ese corazón par­tido de la lanza.

 

Jesús ha muerto físicamente, pero Ella muere místicamente la más dolorosa de las muertes des­pués de la del Salvador... María es como el sacer­dote que inmola al Eterno Padre esa Hostia que es vida de su vida sobre el ara del Calvario...

 

Nuestra vida de cristianos auténticos ha de ser vida de corredentores a imitación de María, tene­mos que sintonizar con ese Corazón de Cristo y, asociados a El, inmolamos con nuestras alegrías y nuestras tristezas, con nuestras horas de triunfo y de fracaso humano, para ser también participantes de su sacerdocio por la salvación del mundo. Eso nos pide Jesús con su corazón abierto para todos los hombres; esto es lo que El siente y desea...


Corazón que pide correspondencia

 

Juan, el discípulo amado, está en el Gólgota, es el único de los discípulos que ve morir al Maes­tro. Sobre el pecho del Salvador en el Cenáculo había escuchado los latidos de ese Corazón que amó hasta el extremo...Ahora es el único entre los doce que ve el costado de Jesús abierto, el que pudo contemplar su mismo corazón roto...

 

Juan el discípulo virgen, había gozado de gran­des intimidades con Jesucristo... de sus labios mo­ribundos había escuchado aquella palabra: “Hijo ahí tienes a tu Madre”.

 

Juan había sido siempre fiel. Era un joven, cu­yo corazón no se había abierto a ningún amor de la tierra. Conoce a Jesús y aquel corazón juvenil ya no amará más que a Él; aun de la hora en que lo conoció, se acordará: “eran –dice- como las cuatro de la tarde”. Siempre le seguirá muy de cerca y ahora corresponde más a ese amor; está en el Calvario, fiel sin temor ni a la prisión ni a la muerte...

 

En Juan Evangelista se cumple aquello de que el amor es fuerte hasta la muerte. Es un amor fino que jamás se olvidará de Jesús; de su corazón y de su pensamiento no se apartará el recuerdo de Jesús. Ni cuando contemple los paisajes de Palestina, las puestas de sol, las flores y los ríos... En todo verá un destello de Jesús... Más que el autor del Cán­tico Espiritual, podrá decir al mirar las ondas de ese mar de Tiberiades espejo tantas veces del Maes­tro: “¡Oh cristalina fuente - si en esos tus sem­blantes plateados - formases de repente - los ojos regalados - que tengo yo en mi alma retratados!”

 

Y es un amor que teme por la suerte de Jesús y le pregunta cuando le oye decir que hay uno que le traiciona: “Señor ¿quién es?” Y es un amor que descansa en Jesucristo como lo mostró en el lago, en la mañana pintoresca de la pesca milagrosa... Conoce la voz de Jesús: “Dominus est”, Sí, es el Señor; y el corazón de Juan respira tranquilo; ya tiene allí a quien tanto ama. Eso pide Jesucristo, que descansemos en su amor, en su Corazón, y que estemos seguros junto a El. Así corresponderemos a su amor...


Corazón que pide reparación

 

Se ha dicho que los héroes de las tragedias griegas encarnaban la vida de aquella nación. Algo así podemos decir de las figuras del Evangelio, son la encarnación de la humanidad: parecen figuras universales...

 

Entre éstas, se presenta la figura de la peca­dora de Magdala. Las leyendas Talmúdicas nos hablan de esa mujer de corazón de fuego, de su figura arrogante, de su cabellera de oro, de sus perfumes orientales... Pero aquella mujer había tirado su hermoso corazón a un charco de fango, era una flor ajada y marchita que todo el mundo pisotea y desprecia... Pero en manos de Jesús se va convirtiendo en una azucena revirginizada por el amor... Ya sabemos la escena de la casa de Simón el Leproso... Y como Jesús ha dicho: “A esta mujer se le ha perdonado mucho, porque ha amado mucho”...

 

Hay quien ha supuesto que Magdalena se con­virtió al oír a Jesús en el sermón del monte, cuando el Maestro dijo: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ella ha contrastado su vida depravada con aquella pureza de que habla el divino Nazareno, ella quiere ser pura para ver también a Dios... Jesús es sin duda el Mesías, piensa Magdalena, nadie puede hablar así, ni hacer esos milagros. Ese amor puro de Jesús es el que su alma necesitaba. Y Magdalena va en pos de Jesucristo y le sigue hasta el Calvario, hasta la locura de la Cruz... Y no deja de amarlo aun a través de la fría losa del sepulcro...

 

Ha estado en el Gólgota. Junto a la Madre Virgen y el Discípulo amado, está ella sin temor a las críticas ni las deshonras; el amor es fuerte hasta la muerte, y ella pudo ver también el cos­tado abierto del Salvador, y ese corazón que entre­gará aun las últimas gotas de sangre que le queda­ban... Y Magdalena le ofrece amor, amor de re­paración, lo que puede ofrecer el pecador arre­pentido, que Jesús no desprecia. La Magdalena regenerada es objeto de la envidia y del amor aun de las almas más santas y virginales. El amor de reparación todo lo borra, todo lo dignifica...

 

“Un alma verdaderamente reparadora vale por mil pecadores”, dijo Jesús en Paray.

 

¡Cómo se conoce así la psicología de Jesucristo ¡ES TODO CORAZON!


Corazón que se complace en las almas virginales

 

El pueblo de Israel amaba mucho la fecundidad matrimonial, pero no conocía ni estimaba las grandezas de la virginidad.

 

Muchos autores han querido señalar el llanto de la hija de Jefté, como una muestra de esa des­estima de una virginidad consagrada a Dios.

 

Roma aunque rodeó a las vírgenes Vestales de toda clase de privilegios, no obstante tuvo mu­chas veces que apelar a la fuerza para conseguir que un número muy reducido de jóvenes quisieran conservarse vírgenes, para custodiar el fuego sa­grado de la diosa Vesta.

 

Pero Jesús creará en torno suyo un ambiente virginal. Si César en un momento de arrogancia dijo: “Yo golpeo la tierra con mi planta y hago brotar las legiones de soldados”, Jesús pudo decir con mucha más verdad, que al poner su planta sobre el mundo, hizo brotar las legiones de las almas virginales.

 

Nació entre dos azucenas: su Madre virgen, y San José, esposo virginal de María. Murió entre dos azucenas, su misma Madre y el discípulo vir­gen Juan Evangelista.

 

Si el corazón de Cristo toma como diversos ma­tices al reflejar su luz sobre las almas, y en los pecadores es el de la misericordia, y en los que sufren, el de la compasión; en las almas virginales toma el matiz de la complacencia.

 

Qué interesante aquella página del Evangelio, cuando Jesús sienta sobre sus rodillas a esos niños pequeños y los estrecha contra su corazón. Cómo los ojos del Maestro contemplan esas almas puras y virginales, y cómo llega a decir: “Si no os hacéis como uno de estos niños no entrareis en el reino de los cielos”.

 

Entre los discípulos del Señor, hay uno a quien El amaba muy especialmente. Ya lo sabemos, era Juan, y muchos autores afirman que esta prefe­rencia la obtuvo del Maestro por ser virgen.

 

Por eso le permite lo que no permitió a nin­guno, ni aun al mismo Pedro el elegido para pie­dra fundamental de la Iglesia, que se recline sobre su corazón en aquella noche memorable de la última cena. Por eso también por manos de Juan nos entregará a su Madre por madre nuestra.

 

De aquí podemos colegir cual sería la compla­cencia que experimentaría el Salvador al tratar con su Madre la Virgen por excelencia... Y si Juan el Discípulo Amado se eleva cual águila para con­templar en su cuarto Evangelio la divinidad de Jesús, como ningún otro de los Evangelistas, cómo la Santísima Virgen penetraría en las intimidades de ese Corazón de Dios y de hombre perfecto.

 

Hay una página evangélica que nos muestra a un joven delante de Jesús. Es aquel joven rico que le pregunta: “Maestro bueno ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?” Ya sabemos cómo Jesús le enumera los mandatos; y cuando escucha de labios de aquel joven que los ha guardado todos desde sus primeros años, Jesús lo miró con una de esas miradas de infinita complacencia, y lo invitó a que renunciara todo por seguirle.

 

Si el corazón de aquel joven se hubiera abierto en esos momentos al amor de Jesús y le hubiera consagrado todo su amor virginal, a donde hubiera llegado ese joven, ¿hubiera sido otro Juan Evan­gelista?

 

Pero no cayó en el vacío aquella mirada. En el decurso de los siglos el Maestro ha seguido mi­rando a muchos jóvenes, y su Corazón se ha com­placido, porque esas almas virginales le han entre­gado para siempre su corazón con un amor entero e indiviso...


Corazón que se abraza con la Cruz

 

Jesús contempla la cruz. El Presidente Romano ha pronunciado aquella frase ritual: “Ibis ad cru­cero” irás a la cruz. Y Jesús tuvo que sentir ese horrible traumatismo que nosotros difícilmente po­demos comprender, porque la cruz hoy para nosotros es un símbolo de victoria, algo glorioso... Cruces de oro y pedrería, cruces laureadas, cruces que rematan las góticas agujas de las catedrales...

 

Pero en tiempos de Jesús era la cruz el cadalso infame de los ajusticiados. Aun el mismo Deutero­nomio tenía aquella frase: “Maldito el hombre que pende de un madero”.

 

Por eso el corazón de Cristo debió sentir na­turalmente una impresión espantosa al ver la cruz. Pero El no la veía como nosotros vemos la cruz que viene sobre nuestros hombros.

 

El la veía en toda su crudeza sí, pero tamizada por las manos de su Eterno Padre, y por eso se abrazará con ella y se dejará clavar con clavos de hierro, porque está clavado antes con los clavos del amor...Amor a su Eterno Padre, y amor a nosotros los hijos que El va a redimir...

 

Por eso también en el Gólgota, cuando sus enemigos le digan: «baja de la cruz y creeremos en ti», El no podrá bajar. No porque unos clavos de hierro se lo puedan impedir, a Él que es omnipo­tente, sino porque se lo impiden los clavos del amor que no puede romper...

 

Y cuando siglos después en Paray Él descubra su pecho y muestre su Corazón, en él estará la cruz como reclamo sublime, haciéndonos ver que ama tanto a la cruz que la ha clavado en su mismo Corazón.

 

¡Si las almas conocieran que la cruz que en­cuentran en el camino de su vida es una cruz tami­zada por las manos de Dios, y ungida con la sangre de Cristo, y que nos la presenta en su mismo Corazón!

 

Si nosotros nos abrazáramos a nuestra cruz con esa visión sobrenatural a imitación de Jesucristo, y nos dejáramos clavar a ella, pero con los clavos del amor; aunque el mundo pasara ante nosotros y nos dijera como dice hoy a tantos: “baja de la cruz”, es decir, vive una vida cómoda, huye del sacrificio, que ya hoy eso no se estila...nosotros no podríamos abandonarla, porque la hemos visto en el mismo Corazón de Cristo...


Corazón de Jesús leproso por amor

 

Por amor Jesús se abrazó con la cruz y murió en ella. Isaías lo vio muerto, lleno de heridas y dijo que parecía un leproso. Así, por amor nues­tro quiso ser leproso, y parecerlo en el madero. Desde la planta del pie hasta la corona de la cabeza no había en Él parte sana.

 

Un día Jesús pasaba por Palestina, se dirigía a Cafarnaúm y a la vera del camino un leproso le salió al encuentro, y cuando lo vio cerca comenzó a gritar: “Señor si tu quieres me puedes sanar”. Jesús que era hombre como nosotros, tuvo que sentir la natural repugnancia que todos sentimos ante estos enfermos cuyas carnes corrompidas se caen deshechas... pero era tanta su caridad con todos, que como dice el Evangelista literalmente, le dio un vuelco el corazón, y aunque hubiera podido sanarle de lejos sin acercarse a él no obs­tante el Maestro se acerca y aquella mano limpia y pura se posa sobre aquellas llagas purulentas, y la carne del leproso se vuelve limpia como la de un niño recién nacido.

 

El leproso se debió retirar del Maestro no sólo contento porque Jesús lo había sanado, sino tam­bién lleno de agradecimiento porque lo había tra­tado como nadie, ni aun sus mismos familiares, ya que todos huían de estos enfermos.

 

Jesús, “el leproso de Isaías”, también desde la cruz nos está diciendo: “Si tu quieres me puedes sanar”. Puedes curar mis llagas. ¿Y cómo? Con el bálsamo del amor.

 

Un pecador veía al niño Jesús en brazos de su Madre lleno de heridas, y la Santísima Virgen le dijo a ese pecador, que estaba arrepentido, que besase aquellas llagas. Así lo hizo, y las llagas del Niño Jesús iban quedando curadas. Sin duda aquel pecador ponía amor en aquellos besos que daba a Jesús en sus heridas.

 

Amemos al “Divino Leproso del amor”, que en la cruz nos pide que lo limpiemos de sus heridas. Démosle amor, mucho amor y ese será el modo de curar su humanidad destrozada por nuestros delitos y su Corazón herido por nuestra ingra­titud.


Corazón que despierta las almas al amor

 

Nos dice el Evangelio que Jesús llegó en cierta ocasión a la casa de un hombre rico, cuya hija estaba muy enferma.

 

El padre había ido en busca de Jesús, a ver si la curaba. Pero Jesús llega tarde... La gente que rodea la casa se lamenta, porque la niña ya estaba muerta. Pero Jesús dijo: “No está muerta, está dormida”.

 

Estas palabras, ¡cómo se podrían aplicar hoy a tantas almas, a tantas de nuestras jóvenes!

 

Hay muchas almas que duermen el sueño de su novela, de su fantasía, tal vez de un ideal utópico... No están muertas, es decir no son malas, pero están dormidas; como dormidas estaban a la luz de sus lámparas que se apagaban aquellas jó­venes del banquete de bodas de que también nos habla el Evangelio.

 

Y en la vida hay que despertar forzosamente: pero cuántas almas hay que despiertan muy tarde, y tal vez al choque brutal de una realidad impre­vista... No estaban preparadas, su vida se había deslizado entre sueños. Y como aquella joven de la novela tendrán que decir: “pero si tengo mis manos vacías; en qué he empleado mi vida”.

 

La hija de Jairo estaba dormida, pero despertó ante Jesús del sueño de la muerte. ¡Qué feliz despertar ante Jesucristo!

 

Si muchas almas, sobre todo jóvenes, conocie­ran al Maestro como lo tuvo que conocer esta jovencita, llenarían su vida de algo más grande que las cuatro vanidades, que tantas veces ocupan sus cerebros. Tendrían un ideal capaz de hacerlas feli­ces, porque la luz de Cristo iluminaría el camino de su vida...

 

Las jóvenes de hoy tienen tanto peligro de seguir los ejemplos de cualquier protagonista de cine o de novela y de entregar el corazón al pri­mero que se lo pida... Es necesario que miren a Cristo, pero con visión profunda. Tienen que co­nocer ese Corazón que ama como nadie ha podido amar.

Si despertaran para polarizar su alma hacia Jesús, ¡qué feliz el despertar de esas almas! 


Corazón que derrama torrentes de gracia  y de perdón

 

Jesús desde la Cruz podía contemplar todo el panorama de su vida entre nosotros.

 

Veía las ingratitudes, envidias, desprecios y crímenes contra El, que había pasado haciendo bien y sanando a todos...

 

Había venido a los suyos, y no le habían reci­bido. Su nacimiento en un establo era algo ver­gonzoso para el Hijo de Dios, el Mesías esperado por el pueblo elegido...

 

Su vida oscura de obrero en Nazaret, para Él en quien se encerraban todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios...

 

Sus caminos y sudores por la ingrata Palestina en pos de las almas, donde había recogido tanta ingratitud e incomprensión... Y luego el drama de su pasión tejido de injusticias imponderables y crueldades inhumanas.

 

Hasta el último momento, sus enemigos habían pasado junto a su cruz amargándole con injurias en su agonía.

 

Con razón el poeta indio Tagore hablando con Jesús le dice: “¿Por qué no naciste entre nosotros, nosotros te hubiéramos tratado mejor?”

 

No obstante, cuando ya Jesús ha muerto, se abre su corazón para derramar torrentes de gracia y de perdón sobre nosotros causa de su pasión y muerte en cruz.

 

Torrentes de perdón, eran necesarios para la­var tantos crímenes; para infundir confianza a los que habríamos de acudir contritos y humillados a ese Corazón abierto, refugio siempre patente de salvación.

 

Torrentes de gracia para esas almas que un día fueron pecadoras pero que ahora han sido injer­tadas de nuevo en esa Vid Divina a fin de recibir la savia que brota de esa herida, y para que en El encontraran ese lugar de descanso en medio del mundo que las rodea...

 

Todo nos ha venido de ese santuario de la generosidad divina. De ese corazón de Cristo que, como dice Pinard de la Boullaye, ha sentido arder en sí toda la caridad que el Todopoderoso prendió en un corazón humano; más aún: ¡la caridad in creada!


A lo más íntimo de Jesucristo por su Corazón

 

San Pablo nos habla de las riquezas insonda­bles encerradas en Cristo, y muestra deseos de que conozcamos cuánta sea la longitud, la latitud y la sublimidad y lo profundo, de esa caridad emi­nente del Hombre-Dios.

 

Pero la mayor parte de los cristianos, por des­gracia se quedan muy al margen de ese conoci­miento; es que como decía un discípulo de San Bernardo, para conocer a Jesús plenamente había que llegar a su mismo corazón.

 

El P. Hoyos tiene en una de sus visiones, lo que pudiéramos llamar, una alegoría. Aparecen ante sus ojos tres clases de almas que miran a Jesús. Unas están quietas, contemplándolo sí, pero de modo superficial. Son almas que leen el Evan­gelio, admiran lo que Jesús ha hecho, pero no descubren nada más... Otras sienten la divina im­paciencia de penetrar más adentro, como si sospechasen los tesoros que hay en É1... Finalmente hay otras que por la llaga del costado han penetra­do en su mismo corazón. Y esas son las que han podido conocer con más perfección cuanto de gran­de, cuanto de sublime hay en el interior de Cristo, ya que como hemos dicho, la psicología de Jesús es la del amor, la del corazón, porque la fría inteligencia no puede explicar su vida ni su obra en el mundo.

 

Por eso, tantas almas santas antes de las reve­laciones de Paray, nos muestran atisbos maravi­llosos de este amor al corazón de Cristo. Unos de modo más explícito, otros más veladamente. No solo Francisco de Asís que se abraza con Cristo en la Cruz y aplica sus labios a la llaga de su costado, para penetrar hasta el Corazón. Es Pedro Canisio que tuvo la visión clara de ese mismo Corazón a través del pecho de Cristo. Es también el mismo Luis Gonzaga, a quien vio un alma santa gozando inmensa gloria en el cielo, porque toda su vida la empleó en hacer actos de amor al Corazón del Verbo...


Polarizar nuestra vida hacia el Corazón de Cristo

 

Pablo de Tarso camina hacia Damasco lleno de furia contra Cristo y sus discípulos. Es el auténtico perseguidor...

 

Pero la luz le envuelve, cae en tierra y escucha la voz de Jesús que le dice: “Yo soy Jesús a quien tú persigues”. Saulo caído levanta sus manos hacia Él, y le dice: “¿Qué quieres que haga, Señor?”. El corazón de Saulo ya se ha polarizado hacia Cristo. Ahora Pablo será perseguidor de Jesús en la se­gunda acepción del verbo perseguir.

 

Se persigue al enemigo porque se le odia, pero también se persigue por amor... Se persigue a la persona amada... se persigue un puesto elevado..., se persigue el dinero. Y Pablo ya no respira otra cosa, no tiene otro ideal, sino Cristo... hasta que diga: “Mi vivir es Cristo”...

 

Y este es, el que nos presenta en sus cartas indicios maravillosos, a través de los cuales pode­mos vislumbrar, que él había conocido eso que se encierra en Cristo, ese misterio insondable, mis­terio de amor que un día aparecerá más claramente sin celajes, pero que sin duda en la intimidad de su amor a Cristo él tenía que sentir: «las riquezas insondables que se encierran en el Corazón de Jesucristo»...

 

Eso es lo que el mundo necesita, perseguidores de Cristo a lo Pablo; que hablen de El porque lo tienen en el fondo del alma, y que vivan su doc­trina y su espíritu, que amen al Cristo auténtico de que él nos habla: el Cristo crucificado que el mundo no quiere...

 

Siglos más tarde, otro perseguidor de las glo­rias del mundo, caerá herido en la defensa de una fortaleza, para levantarse después como persegui­dor de la gloria de Cristo. Es Iñigo de Loyola quien lo conoció íntimamente, y penetró sin duda por la herida del costado hacia su mismo Corazón.


Por Cristo, con El y en El

 

Todos conocen ese momento litúrgico que se llama la “pequeña elevación” en la Santa Misa.

 

El sacerdote ha tomado en una mano la patena que contiene el cuerpo del Señor, y ha dicho “Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria”.

 

Y aquí se encierra el gran programa de vida para el cristiano auténtico. Ha de vivir por Cristo, como ideal de su vida, como norte adonde se dirija, como luz y faro de su existencia...

 

Por Cristo, viviente en su vida, a quien ha de sentir cerca de sí como padre y como amigo, como fuego propulsor de su actividad, porque según decía San Pablo “es la caridad de Cristo la que nos impele”...

 

Por Cristo siempre dispuesto al trabajo y al sacrificio, a la deshonra y al martirio... porque tenemos un Corazón que despide fuego de amor...

 

Con Cristo, porque nada podemos por nosotros mismos, pero todo lo podemos con Aquel que nos conforta. Porque todo hay que temerlo de nuestra debilidad, pero todo hay que esperarlo de su misericordia... como decía aquel alma confidente de su Corazón.

 

¡En Cristo! injertados en Él, en su Corazón, sarmientos de esa Vid Divina, que lleven a las almas la caridad que Él vino a traer a la tierra, y que quiere que prenda por todas partes.

 

Del Corazón de Cristo lo ha de tomar todo el cristiano, porque éste es el santuario de la gene­rosidad divina que contiene lo más santo: el amor de Jesucristo, amor espiritual, amor sensible pre­sentado por Él a nuestros ojos en su Corazón, para que de algún modo lo veamos, ya que el amor en sí mismo es invisible. Por eso dijo: “He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres”. Co­razón humano como el nuestro, pero... ¡Qué diferente! Lleno también de amor humano, tan fuerte y vehemente como no lo hubo jamás, sino en ese Corazón... Injertados en ese Corazón han de incen­diar al mundo los grandes apóstoles que la iglesia necesita hoy más que nunca.


Por María al Corazón de Jesucristo

 

La Virgen María ha jugado un papel importan­tísimo en la obra de la salvación y santificación de las almas. Ella ha estado siempre junto a Jesús.

 

De Ella tomó carne el Verbo de Dios al habitar entre nosotros. En sus brazos lo encuentran los primeros adoradores del Hombre-Dios. Por Ella realiza su primera manifestación como taumaturgo. Nos la entrega como Madre en el Gólgota, y al subir al cielo Jesús, será María la quede como Madre de esa naciente Iglesia.

 

Vemos así la Voluntad divina de que vayamos a Jesús por María, su Madre y Madre nuestra... Por eso se ha dicho que quien quisiera prescindir de la Virgen para ir directamente a Jesucristo, no acortaba la distancia; sino que por el contrario, la alargaba tanto, que le sería prácticamente imposi­ble encontrarlo. Ya decía Dante: “el que ora sin acudir a María la Virgen, pretende que su oración suba al cielo sin alas”...

 

Cuando vemos los tesoros encerrados en el corazón de Cristo, cuando escuchamos lo que la Iglesia nos dice en el prefacio de la Misa del Corazón de Jesús: “Para que abierto el corazón santuario de las divinas larguezas difundiera hacia nosotros los torrentes de su misericordia y de su gracia”, nos preguntamos ¿Quien los podrá al­canzar?

 

Hemos visto muchas veces esas imágenes de la Santísima Virgen con Jesús en los brazos; la mano de María señala el corazón que tiene el Niño a flor del pecho. Parece que nos está diciendo: “Toma esos tesoros son para ti”. Pero al ver estas imágenes y este gesto de la Virgen, viene a la memoria aquella anécdota. Un Papa que se distinguió por su bondad, recibió el aviso de que un niño de pocos años, pedía insistentemente tener una audien­cia con S. S.; sonrió el Papa ante la audacia de aquel pequeño y dijo en su bondad: “Pues que pase el niño”. Tímido el niño fue acariaciado por el Papa que le preguntó: “qué quieres tú de mí”. El niño responde: Que me des alguna cosa para mi madre que está enferma en la cama. El Papa lleva al niño hacia su mesa y abre uno de los cajo­nes. Ante los ojos del pequeño aparecieron mon­tones de monedas de oro y plata. El Papa dice: Toma de aquí todo lo que quieras y se lo llevas a tu madre. El niño miraba aquellas monedas con los ojos muy abiertos, pero no cogía nada. El Papa le insiste, pero el niño no alarga la mano. Finalmente le dice al niño el Papa: “Pero por qué no coges nada, si te lo doy yo? Entonces habla el niño y dice: Coge tú, Papa, que tienes la mano más grande”. Así le tenemos que decir a esa Virgen nuestra Madre cuando la vemos señalarnos los tesoros del corazón de su Hijo: Coge Tú Madre, que yo tengo la mano muy pequeña, que soy miserable... Coge Tú que me darás a torrentes las gracias encerradas en el Corazón de Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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